Recordar los beneficios de nuestro Dios - a podcast by PODCAST MDC Dios te quiere

from 2020-09-14T03:00

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«Una vez que comprendemos hasta qué punto Dios está enamorado de nosotros, ya solo podemos vivir la vida irradiando ese amor» (Madre Teresa de Calcuta). Primero es el Amor de Dios por nosotros, por mí, por cada uno. Después viene, en correspondencia, nuestro amor hacia Él y hacia nuestros hermanos. El primer amor hace posible el segundo. Lo primero que debemos hacer es tratar de comprender cuánto nos ama Dios, hasta qué punto está enamorado de nosotros: pedirle y desear la gracia de percibir su Amor. Para caer en la cuenta de cuánto nos quiere, es muy conveniente recordar con frecuencia, una tras otra, las maravillas que el Señor ha hecho con cada uno de nosotros. «Muchas maravillas has hecho, Señor, Dios mío, muchos, tus designios en favor nuestro; (…) Si quisiera proclamarlos y pregonarlos, serían incontables» (Sal 40, 6). Intentemos decir y proclamar algunas de esas maravillas: Nos ha dado el ser, la existencia. Nos ha dado a nosotros mismos. Por amor. Cada uno puede decir: existo porque mi Padre Dios me quiere. Y sigo existiendo cada segundo porque Dios me sigue queriendo y me querrá siempre. Cuando todavía no existía, Dios pensó en mí y dijo: “Te quiero, y quiero que existas, y quiero que existas eternamente, para que seas feliz conmigo”. Y es tanto su poder y su amor que, al quererme, me creó. No soy un ser arrojado a la existencia, nacido por azar, un elemento anónimo de una muchedumbre informe. No estoy en el mundo por casualidad, sino porque mi Padre Dios me quiere. ¡Soy fruto del Amor infinito y personal de Dios! Aunque alguien pudiera decir que no es fruto del amor de sus padres, siempre puede y debe gritar con agradecimiento: Soy fruto del amor de Dios por mí. Tengo un nombre, un nombre único, el que Dios me ha puesto al crearme. El nombre por el que me llamará cuando me reciba en sus brazos. Porque soy “único” para Él. Después de nacer, me ha hecho renacer a la vida de los hijos de Dios en el sacramento del Bautismo, y me ha dicho:«No temas, que te he redimido y te he llamado por tu nombre: tú eres mío» (Is 43, 1). Pero esto le costó a Jesucristo su pasión y muerte en la Cruz. Lo hizo por mí y por cada hombre. Y lo volvería a hacer mil veces si fuese necesario. Su amor es más fuerte que la muerte. Y todo para que el Padre pudiese decir a cada uno: «Tú eres mi hijo. Yo te he engendrado hoy» (Sal 2, 7). Es tan grande su amor que decidió convertirme en hijo: una decisión que solo cabe en un Corazón divino loco de amor; y que no retractó a pesar del pecado original y de mis pecados personales. Al contrario, a fin de conseguir su propósito de enamorado, no dudó en hacerse hombre como nosotros, y padecer, y morir en una Cruz. Su locura de amor por mí le costó el precio de su Sangre. Él mismo nos dijo: «Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos» (Jn 15, 13). Y yo puedo decir: Cristo «me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2, 20). ¿Cómo es posible que me quiera tanto? Me ha perdonado tal vez miles de veces en el sacramento de la Penitencia. Cada vez que le pido perdón, me trata como aquel padre de la parábola trató a su hijo cuando regresó a casa: me abraza y me cubre de besos. «¡Cuántas gracias tenemos que dar a Dios Nuestro Señor, por este Sacramento de su Misericordia! –exclamaba san Josemaría Escrivá–. Yo me pasmo, me conmuevo. Un Dios que perdona me parece tan padre y tan madre a la vez que me echaría a llorar de agradecimiento y de alegría. ¿Qué haríamos sin su perdón?» La gran maravilla de Dios en favor nuestro es la Eucaristía: la gran prueba de su Amor infinito. Ha venido a mi cuerpo y a mi alma miles de veces porque son sus delicias estar conmigo. En la Eucaristía, el amor de Jesucristo por mí ha superado todos los límites. Quiere venir realmente a mi alma y darme así todo el consuelo que necesito mientras voy de camino, y toda la fuerza que me hace falta para superar los obstáculos que pueda encontrar.

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