En la diestra de Dios Padre (Parte 1) - a podcast by Juan Betancur

from 2019-12-11T17:00

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Había una vez  un hombre que se llamaba Peralta. Vivía en una casona muy grande y muy vieja, en el propio camino real y afuera de un pueblo donde vivía el Rey. No era casado y vivía con una hermana soltera, algo viejona y muy aburrida.

No había en el pueblo quién no conociera á Peralta por sus muchas caridades: él lavaba los llaguientos; él asistía á los enfermos; él enterraba á los muertos; se quitaba el pan de la boca y los trapitos del cuerpo para dárselos á los pobres; y por eso era que estaba en la pura inopia; y á la hermana se la llevaba el diablo con todos los limosneros y leprosos que Peralta mantenía en la casa. "¿Qué te ganás, hombre de Dios -le decía la hermana-, con trabajar como un macho, si todo lo que conseguís lo botás jartando y vistiendo á tanto perezoso y holgazán? Casáte, hombre; casáte para que tengás hijos á quién mantener". "Cállese la boca, hermanita, y no diga disparates. Yo no necesito de hijos, ni de mujer ni de nadie, porque tengo mi prójimo á quién servir. Mi familia son los prójimos". "¡Tus prójimos! ¡Será por tanto que te lo agradecen; será por tanto que ti han dao! ¡Ai te veo siempre más hilachento y más infeliz que los limosneros que socorrés! Bien podías comprarte una muda de ropa y comprarme otra a mi, que harto la necesitamos; o tan siquiera traer comida alguna vez pa que llenáramos, ya que pasamos tantos hambres. Pero vos no te afanás por lo tuyo: tenés sangre de gusano".

Esta era siempre la cantaleta de la hermana; pero como si predicara en desierto frío. Peralta seguía peor; siempre hilachento y zarrapastroso, y el bolsillo pobre pobre; con el fogoncito encendido alguna vez, la despensa en las puras tablas y una pobrecía, señor, regada por aquella casa desde el chiquero hasta el corredor de afuera. Figúrese que no eran tan solamente los Peraltas, sino todos los lisiados y leprosos, que se habían apoderado de los cuartos y de los corredores de la casa "convidaos por el sangre de gusano", como decía la hermana.

En Una ocasioncita estaba Peralta muy fatigao de las afugias del día, cuando, á tiempo de largarse un aguacero, arriman dos peregrinos á los portales de la casa y piden posada: "Con todo corazón se las doy, buenos señores -les dijo Peralta muy atencioso-; pero lo van á pasar muy mal, porqu'en esta casa no hay ni un grano de sal ni una tabla de cacao con qué hacerles una comidita. Pero prosigan pa dentro, que la buena voluntá es lo que vale".

Entraron los peregrinos; y trajo la hermana de Peralta el candil, y se puso  a examinarlos  á como quiso. Parecían mismamente el taita y el hijo. El uno era un viejito con los cachetes muy sumidos, ojitriste él, de barbitas rucias y cabecipelón. El otro era muchachón, muy buen mozo, medio mono, algo zarco y con una mata de pelo en cachumbos que le caían hasta media espalda. Le lucía mucho la saya y la capita de peregrino. Todos dos tenían sombreritos de caña, y unos bordones muy gruesos, y albarcas. Se sentaron en una banca, muy cansaos, y se pusieron á hablar una jerigonza tan bonita, que los Peraltas, sin entender jota, no se cansaban di oirla. No sabían por qué sería, pero bien veían que el viejo respetaba más al muchacho que el muchacho al viejo; ni por qué sentían una alegría muy sabrosa por dentro; ni mucho menos de dónde salía un olor que trascendía toda la casa: aquello parecía de flores de naranjo, de albahaca y de romero de Castilla; parecía de incensio y del sahumerio de alhucema que le echan á la ropita de los niños; era un olor que los Peraltas no habían sentido ni en el monte, ni en las jardineras, ni en el santo templo de Dios.

Aunque estaba muy embelesao, le dijo Peralta á la hermana: "Hija, date una asomaíta por la despensa; desculcá por la cocina, á ver si encontrás alguito que darles á estos señores. Mirálos qué cansaos están; se les ve la fatiga". La hermana, sin saberse cómo, salió muy cambiada de genio y se fué derechito á la cocina. No halló más que media arepa tiesa y requem

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